Señor Embajador, Señor Ministro de Comunicaciones, Autoridades, queridos amigos y colegas,
¡Ciento cincuenta años son tantos! ... y son tan pocos.
Son tantos, si pensamos en el esfuerzo que ha debido realizarse para sacar a la luz la verdad sobre la invención del teléfono y sobre los méritos de Antonio Meucci.
Son pocos, si contemplamos el inmenso desarrollo que originó aquella invención que tuvo su cuna en La Habana, una ciudad que, además de su importancia como "llave del nuevo mundo", tuvo el. mérito de haber dado nacimiento a la que pudiera considerarse la más grande invención de la historia.
Este mérito es incontestable. En efecto, a diferencia de los sucesivos experimentos realizados por Meucci en Clifton, Estados Unidos, en modo alguno se les puede atribuir a los de La Habana ninguna vinculación con los de Alexander Graham Bell o de Elisha Gray, los dos grandes contendientes por el título de inventor del teléfono. En primer lugar porque en 1849, cuando se efectuaron los experimentos de La Habana, Bell tenía solamente dos años de edad y Gray catorce. Y en segundo lugar, porque en La Habana, Meucci no utilizó imanes o bobinas, es decir, ninguno de los componentes típicos del teléfono clásico. En fin, los teléfonos de La Habana, aunque en forma rudimentaria, obedecían a principios mucho más adelantados que los del teléfono clásico, a saber, el principio de la resistencia variable, que había de ser utilizado después por Thomas Alva Edison en su micrófono de carbón, y el principio del capacitor variable, que había de ser utilizado por el profesor Amos Dolbear en su teléfono electrostático, ambos posteriores a los trabajos de Bell.
Por consiguiente, lo que celebramos hoy es seguramente un acontecimiento de gran preeminencia histórica. De este suceso, existen pruebas irrebatibles. Ante todo, las declaraciones juradas de personas que asistieron a los experimentos como el tenor Domenico Lorini, el corista Domenico Mariani, la esposa de Meucci, Ester, el señor Louis Meriance y el comerciante en equipos eléctricos Gaetano Negretti, que suministró las pilas Bunsen para el experimento. Existe además, una carta de Meucci publicada en 1865 (es decir, once años antes de la patente de Bell) en dos diarios, el L'Eco d'Italia de Nueva York, y el Commercio di Genova, donde él recuerda sus experimentos habaneros de 1849. Téngase en cuenta, además, que incluso si no existiese ninguno de estos documentos, sería evidente para todo el mundo que los experimentos de Meucci no pudieron haber sido fruto de la fantasía, por la sencilla razón de que la electroterapia se practicaba desde hacía mucho tiempo, con las modalidades y los utensilios empleados por Meucci, los mismos que, gracias a un hecho fortuito, pero del todo lógico y comprensible, se transformaron en instrumentos para transmitir la palabra a distancia por vía eléctrica. En fin, es históricamente correcto afirmar que nunca, y de ninguna manera, había sido transmitida la voz humana por vía eléctrica antes de 1849, ni deliberadamente, ni, pongamos por caso, en calidad de predicción, como la que hizo el francés Charles Bourseul en 1854, cinco años después de los experimentos habaneros. Por lo tanto, la primacía conjunta de La Habana y Meucci es irrebatible.
Mas veamos como se desarrollaron los hechos.
Antonio Meucci había llegado a La Habana en diciembre de 1835 con su esposa Ester, él con el cargo de responsable técnico del Gran Teatro de Tacón, hoy Gran Teatro de La Habana, y su esposa como responsable del vestuario. Se instalaron en el piso bajo de una construcción de dos plantas, erigida en el patio contiguo al teatro y perpendicularmente a sus paredes laterales; el piso alto lo habitaba la familia del empresario don Francisco Marty y Torrens. En compañía de los Meucci, llegaron a La Habana ochenta miembros de la Ópera Italiana, cuya presencia en esta ciudad la hizo, durante muchos años, un punto de atracción cultural, y al teatro Tacón el más grande y renombrado teatro de las Américas. Recordamos entre los miembros del conjunto operático los nombres de Balbina Steffenone, Adelaide y Clorinda Pantanelli, Marietta Ellermann, Teresa Rossi, Ignazio Marini, Attilio Valtellina, Cesare y Federico Badiali, Lorenzo Salvi, Gian Battista Montresor, Domenico Lorini, y muchos otros.
Como la temporada teatral se extendía de noviembre hasta abril del siguiente año, durante el resto de éste Meucci disponía de mucho tiempo, que empleaba no sólo para preparar y reparar los equipos del teatro, sino para estudiar los últimos descubrimientos de la entonces nueva ciencia de la electricidad, y realizar los correspondientes experimentos. Recordemos, al efecto, que los primeros pioneros de la nueva electricidad fueron todos italianos: Luigi Galvani y Alessandro Volta, de cuyos nombre se derivan, respectivamente, el término "galvanismo" y la unidad eléctrica denominada "voltio", Giovanni Aldini, y muchos otros. Recordemos, además, que las más antiguas aplicaciones de la electricidad se registran en el campo de la medicina.
A éstas siguieron otras innovaciones, derivadas del descubrimiento de la electrólisis, como la galvanostegia, o sea el recubrimiento electrolítico de los metales, particularmente el dorado y el plateado galvánicos. Esas aplicaciones &emdash;como es ilustrado en mi libro y ha recordado el prof. Altshuler&emdash; fueron posibles gracias a las investigaciones precursoras de Jacobi en los años 1838 y 1839, y a las sucesivas patentes del francés De Ruolz y de los hermanos Elkington en los años 1840 y 1841, todas adquiridas por el francés Charles Christoffle en 1845. Por consiguiente, al comienzo del año 1844, cuando Meucci le ofreció al gobernador O'Donnell la posibilidad de galvanizar espadas, botones y otros objetos utilizados en el ejército, la galvanostegia estaba aún en su infancia en Europa, y no existía en el Nuevo Mundo. O'Donnell ofreció a Meucci un contrato por cuatro años y Meucci lo cumplió estrictamente, sin dejar de ofrecerles el mismo servicio a los particulares. Por otra parte, se trataba de un contrato exclusivamente verbal, el cual expiró en marzo de 1848, cuando O'Donnell dejó el cargo de gobernador general, que fue asumido por Federico Roncali. Pero como las relaciones entre don Francisco Marty y el nuevo gobernador no fueron tan buenas como lo habían sido con el anterior, de ello se resintió la vida del teatro, que permaneció inactivo casi dos años, hasta enero de 1850. No tenemos noticias concretas con respecto al contrato para galvanizar objetos del ejército, pero es probable que no haya sido renovado.
En consecuencia, Meucci pensó utilizar el tiempo libre que iba a tener a su disposición, así como sus equipos de galvanostegia, para aplicar las nociones de electroterapia sobre las cuales se había informado gracias a sus lecturas de publicaciones de la época. Logró hacerlo, aparentemente con buenos resultados, al extremo que muchos médicos habaneros le enviaban pacientes para someterlos a electroterapia. El polígrafo cubano Fernando Ortiz nos refiere que Meucci llegó, incluso, a reanimar a una conocida cantante de la época, Consuelo Ispahan, atacada de parálisis cardíaca, utilizando al efecto su aparato para aplicarle una estimulación cardíaca que le salvó la vida.
Uno de los empleados de Meucci vino un día del año 1849 a pedirle que lo librase de los dolores que le ocasionaban el reumatismo que padecía en la cabeza. Meucci le hizo sostener en una mano una lengüeta de cobre y, en la otra, el mango de corcho de un instrumento con lengüeta de cobre, y le pidió que se introdujera en la boca la susodicha lengüeta, cuando se lo ordenase. En tales condiciones, el paciente había de ser atravesado, durante un breve instante, por una corriente eléctrica suministrada por las pilas que Meucci tenía en su taller de galvanostegia.
Al aplicar el procedimiento que acabamos de describir, tuvo lugar una coincidencia fortuita y a la vez afortunada, por cuanto Meucci, queriendo tener una idea de la intensidad de la corriente que atravesaba al paciente, de cuando en cuando se insertaba en serie con el mismo, como era costumbre en la época. Con este fin, sostenía en la mano un instrumento igual al que el paciente debe introducirse en la boca, cerrando luego el circuito con la batería.
Por cierto que en la exposición que visitaremos luego, montada para esta ocasión en la Lonja del Comercio, podrán ver ustedes unas ilustraciones explicativas de este experimento y también una reconstrucción del instrumento utilizado por Meucci en 1849 en La Habana, donada por el Museo Histórico de Correos y Telecomunicaciones de Roma. En otra ilustración se muestra a Meucci, inclinado sobre su banco de pilas Bunsen, a punto de hacer contacto, mientras se lleva a la altura de la oreja, instintivamente, la mano en que sostenía su instrumento. Sucedió en aquella oportunidad que cuando ordenó al paciente introducirse en la boca la lengüeta de cobre, aquél emitió un grito por la sacudida eléctrica recibida, que debió de ser ¡de unos 114 voltios! Meucci describió años más tarde lo que ocurrió después: "Pensé haber oído este sonido &emdash;dijo&emdash;más claramente que si fuese natural. Entonces acerqué el cobre de mi instrumento a la oreja, y oí el sonido de su voz a través del alambre. Esta fue mi primera impresión y el origen de mi idea de la transmisión de la voz humana por medio de la electricidad." Y bien, queridos amigos, son justamente estas palabras de Meucci las que justifican la celebración del sesquicentenario de aquel experimento, definido por él como "el origen de mi idea de la transmisión de la voz humana por medio de la electricidad."
Es legítimo pensar que Meucci, como profundo conocedor de la electrostática que sin duda era, intuyó inmediatamente que podía emplear este principio, evitando, al mismo tiempo, el inconveniente de la fuerte sacudida sufrida por el sujeto. No sabemos si éste tuvo una inmediata recuperación o una marcada mejoría como consecuencia de la descarga eléctrica que sufrió. Sabemos, sin embargo, que a partir de aquel momento, se transformó de paciente en colaborador de Meucci, que lo sometió a una nutrida serie de experimentos, no ya de electroterapia, sino de verdadera y genuina telefonía.
Para proceder a efectuarlos, Meucci añadió un cono de cartón alrededor tanto del instrumento suyo como del instrumento del paciente, que en lo adelante tendría que sostener en sus manos uno solo, ya que ahora no era necesario que fuese atravesado por la corriente. Además, Meucci hizo variar el número de elementos de la batería, para ver hasta qué punto podía disminuir la tensión aplicada. Estas son sus palabras: "Ordené al individuo enfermo que repitiese la operación efectuada anteriormente, y que no tuviese ningún temor de ser atacado por la electricidad y que hablase libremente dentro del cono. Lo hizo inmediatamente. Se llevó el cono a la boca y yo el mío a la oreja. En el momento que el susodicho individuo habló, yo recibí el sonido de la palabra, no clara, un murmullo, un sonido inarticulado. Lo hice repetir diferentes veces en el mismo día. Luego probé en diferentes días y obtuve el mismo resultado. A partir de este momento ésta fue mi imaginación, y reconocí que yo había obtenido la transmisión de la palabra humana por medio de un alambre conductor unido a varias pilas para producir electricidad y le di inmediatamente el nombre de «telégrafo parlante»."
Así pues, una vez más Meucci recalcó que sus experimentos en La Habana marcaron el origen de la transmisión de la voz humana por vía eléctrica, descubrimiento que denominó "telégrafo parlante". Con relación a este punto debemos recordar que en 1849 no se había extinguido el eco de la invención dei telégrafo, inaugurado en mayo de 1844 con el famoso mensaje "¿Qué ha creado Dios?" (para significar que era considerado una invención "divina"), de manera que la denominación de "telégrafo parlante" resultaba coherente con la importancia que Meucci le atribuía a su descubrimiento, puesto que prometía dar la posibilidad de comunicarse los hombres mejor aún que mediante el telégrafo.
Desafortunadamente, los experimentos realizados en La Habana por Meucci con posterioridad al primero, que incorporaban conos de cartón a los instrumentos y utilizaban únicamente principios electrostáticos, no podían dar los mismos resultados de aquel primer grito, cuando el contacto de la lengüeta con la cavidad bucal del paciente funcionaba en forma semejante a la resistencia variable del micrófono de carbón de Thomas Edison &emdash;todavía utilizado&emdash;, que permitía la transmisión de potencias mucho mayores y alcanzar de este modo mayores distancias. El propio Meucci recordó siempre aquel grito de La Habana, tan fuerte y claro, gracias a la aplicación del principio de la resistencia variable. Aquel grito no fue sino el primer poderoso vagido del recién nacido teléfono.
Alguien pudiera objetar que ambos principios, el de la "resistencia variable" y el del "capacitor variable", empleados en los experimentos de La Habana, los cubría la patente de Bell de 1876. Mas, prescindiendo del hecho de que esa fecha dista mucho de 1849, debe observarse que, en su patente de 1876, en esencia Bell afirmó que, dado un circuito cerrado, todo lo que estaba en su interior podía hacerse variar para producir lo que llamaba una "corriente ondulatoria", sin especificar de qué forma y con cuáles medios podía realizarse esa variación, salvo en el caso de su teléfono electromagnético. Fue también por esta razón que el gobierno de los Estados Unidos decidió, en 1886, instruir un juicio a fin de anular aquella patente. El Gobierno objetó, en efecto, que Bell no podía patentar un principio, o como se dijo entonces, una "ley de natura", sino que habría debido indicar el modo y los medios necesarios para aplicar el principio. Contrariamente a Bell, Meucci jamás se extendió en disquisiciones sobre los principios, sino que&emdash;fiel al lema de Galileo y de la Academia del Cimento (Cimento en español significa "riesgo")&emdash; "Probando y volviendo a probar", se ocupó de la realización práctica y el perfeccionamiento de sus métodos e instrumentos.
Desdichadamente, la querella del gobierno norteamericano, objetada por los abogados de la compañía Bell utilizando sofismas de todo género, duró doce años y se concluyó en 1897 (muchos años después de la muerte de Meucci) sin vencedores ni vencidos, fue por la muerte del principal acusador del gobierno Charles S. Whitman. Con todo, conviene observar que las actas de aquel juicio incluyen numerosas e importantes apreciaciones de parte del gobierno de los Estados Unidos en lo que concierne a la prioridad de Antonio Meucci respecto a la invención del teléfono, con referencia explícita a los experimentos de La Habana y de Clifton. Los detalles de este juicio se ilustran en una reciente publicación mía, en italiano, que está a la disposición de los que la requieran.
Curiosamente, las actas de aquel juicio nunca se imprimieron ni difundieron, y además, los manuscritos y los escritos a máquina, conservados en los Archivos Nacionales de los Estados Unidos de América, se encuentran desordenados y fraccionados en varias filas, de manera que su consulta se hace difícil. Añádase a esto la sistemática destrucción de pruebas y la campaña de denigración del nombre de Antonio Meucci urdida y ejecutada por sus adversarios de aquel tiempo, con la intención de enterrar para siempre la verdad sobre su contribución al nacimiento y al desarrollo del teléfono, la misma verdad que había sido reconocida por el gobierno de los Estados Unidos. Puede confortarnos el hecho de que el arma del descrédito, vieja como el mundo y abundantemente utilizada hasta nuestros días, puesto que puede ser más eficaz que la que hiere la carne, es también el arma de la desesperación, porque a ella se recurre cuando no se dispone de medios lícitos y manifiestos para respaldar el punto de vista propio. Nosotros, por el contrario, no tenemos necesidad de desacreditar a Alexander Graham Bell; es más: lo ponemos conjuntamente, en nuestro respeto, con todos los tantos y tantos que tienen en su haber importantes contribuciones al progreso del teléfono.
Pero hoy es un día de fiesta y las recriminaciones y los pensamientos tristes están fuera de lugar. La verdad que yacía hundida en el océano de la mentira con una piedra al cuello, como si se tratase de una víctima del hampa, se abre paso, sale a flote y, liberada de sus amarras, vuela alta, desnuda, bella y potente en este hermosísimo cielo de La Habana, iluminando el rostro del gran florentino, Antonio Meucci, que, quizá por primera vez, hoy sonríe feliz, mirando desde lo alto esta gozosa asamblea de hombres libres, italianos y cubanos, que participan de un mismo ardor cultural e histórico, honrando los méritos del gran inventor. Un inventor italiano, pero cubano por adopción, un italiano que hablaba perfectamente el español y no quiso nunca aprender la lengua inglesa, un italiano que como escribió el eminente intelectual cubano Fernando Ortiz, fue segundo sólo de otro italiano valiente, el descubridor de la isla de Cuba y del Nuevo Mundo: "el gran almirante", Cristóforo Colombo.
Al agradecerles a todos la atención que han prestado a mis palabras, les ruego que dediquen sus aplausos a la memoria de Antonio Meucci.
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Aquí en La Habana, en estos días se ha evocado con amplitud, simpatía y respeto la obra creativa de Antonio Meucci, particularmente en lo que respecta al descubrimiento de la transmisión de la voz humana por vía eléctrica. Pero conviene tener presente también que su empeño humano y político no fue segundo de su empeño científico.
Recordemos al efecto, en primer lugar, que mientras vivía en Florencia, cumplió muchos meses de cárcel por su participación en las conspiraciones de 1883 y 1834, lo que finalmente le obligó a dejar Florencia, de donde emigró a Cuba.
Durante los quince años que permaneció en La Habana, entonces bajo la dominación española, continuó ayudando a las luchas por la independencia de Italia, con el aporte de medios económicos para las campañas garibaldinas de 1848 y 1849.
Cuando, en 1850, luego de la desafortunada defensa de Roma, Garibaldi llegó exiliado a los Estados Unidos, apenas dos meses después de la llegada de Meucci, procedente de La Habana, se estableció entre los dos hombres una amistad, cimentada en el amor a Italia, que duró hasta su muerte. Aunque de muy distinta personalidad, ambos se asemejaban en muchos aspectos: el emprendedor, audaz, valiente y gran estratega Giuseppe Garibaldi, y el genial, reflexivo, metódico y gran científico Antonio Meucci, eran ambos inteligentes, generosos, grandes trabajadores (y grandes fumadores), siempre dispuestos a batirse por Italia, así como por los débiles y oprimidos.
En Clifton, Estados Unidos, Meucci hospedó al general, junto con al ayudante de campo de éste, el coronel Paolo Bovi Campeggi, y les dio trabajo a muchos exiliados italianos en su fábrica de velas. Allí trabajó Garibaldi, que llamaba a Meucci "principal". No olvidaban a Italia incluso cuando ambos salían a distraerse pescando en la bahía de Nueva York: habían pintado con los colores de la bandera italiana el pequeño bote que utilizaban, bautizado "Ugo Bassi" en memoria del capellán italiano así nombrado, que había sido ajusticiado por los austríacos durante la campaña del 49; todo ello para llevar también a aquellos lejanos mares el ideal de la independencia y la unidad de Italia.
Los quince años de permanencia de Meucci en La Habana le resultaron muy útiles al General a la hora de brindar su apoyo a las luchas por la independencia de Cuba. En efecto, aunque Garibaldi vivía en casa de los Meucci, frecuentaba especialmente el restaurante "Ventura", en Fulton Street donde se reunían personajes relevantes del arte y la cultura neoyorquinas amantes tanto de la cultura como de la cocina italianas, así como intelectuales e independentistas de todas partes, entre ellos los que en aquel tiempo conspiraban en pro de la independencia de Cuba.
Hay que señalar que el restaurante "Ventura" tenía una ubicación estratégica, muy próxima al "Park Theatre" y a la "Plaza de la Prensa" (Printing House Square), de modo que atraía tanto a periodistas como a actores teatrales. Añádase a esto que en la esquina del "Ventura" se encontraba la tienda del rico comerciante en tabaco John Anderson, también parroquiano del "Ventura", a quien Meucci había conocido en Santiago de Cuba, y que a su retorno a los Estados Unidos se convirtió en un devoto partidario de Garibaldi, al que apoyó financieramente. Recordemos también que el "Ventura" se hallaba muy cerca del diario Commercial Advertiser, donde ondeó por primer vez, el 11 de mayo de 1860, la bandera cubana de Narciso López, apenas diez días después de la llegada de Meucci a Nueva York y ocho días antes del desafortunado desembarco en Cárdenas de la primera expedición de López. Todo esto había sucedido antes de la llegada de Garibaldi a Nueva York.
Por consiguiente, resulta muy creíble la conjetura del polígrafo cubano Fernando Ortiz en el sentido de que Garibaldi probablemente recibía de dos amigos seguros, como eran Meucci y Anderson, noticias de primera mano sobre la situación de Cuba, y que en muchas ocasiones debió de encontrarse en el "Ventura" con los más conocidos conspiradores cubanos, como Narciso López Gaspar Betancourt Cisneros ("El Lugareño"), Cirilo Villaverde y otros, los cuales no vacilaron en confiarle sus ideas revolucionarias y pedirle consejo. Refiere Ortiz que a los conspiradores cubanos que se quejaban de no tener armas, Garibaldi seguramente les respondía: "Un valiente siempre sabe encontrar un arma".
Según el testimonio del escritor Adolfo Rossi, que fue director del Progresso Italo-Americano en Nueva York y recogió las confidencias de Meucci, Garibaldi fue clandestinamente a La Habana durante la dominación española, con el objeto de recoger información útil para organizar una invasión a la Isla desde los Estados Unidos. Una lápida, que ahora está fijada en la Calle Obispo, cerca de la entrada lateral del Museo de la Ciudad de La Habana, nos recuerda esa visita, que&emdash;según nuestras estimaciones&emdash;debió de haber tenido lugar en abril de 1851.
De regreso a Nueva York&emdash;según refiere Adolfo Rossi&emdash;, Garibaldi advirtió a los conspiradores cubanos que sería muy riesgosa una invasión a corto plazo. Era esto muy característico de Garibaldi, dado que él decía siempre: "Es necesario reflexionar mucho tiempo antes de atacar. Pero cuando se ha decidido hacerlo, hay que combatir hasta el final, procediendo hasta las últimas consecuencias". Desgraciadamente, el 28 de abril Garibaldi emprendió un largo viaje por América Latina y por China, del cual regresó a Nueva York el 6 de septiembre de 1853.
Como se sabe, López realizó nuevamente una segunda expedición el 12 de agosto de 1851, que concluyó trágicamente mientras Garibaldi navegaba hacia China. No fue sino hasta 1868 cuando se pudo emprender de nuevo la lucha armada por la independencia de Cuba, liderada por Carlos Manuel de Céspedes, el iniciador de la Guerra de los Diez Años.
Garibaldi salió definitivamente para Italia el 10 de enero de 1854, pero su amistad con Meucci no se debilitó. Mientras Garibaldi combatía valientemente en el campo de batalla, Meucci, incluso en condiciones económicas desesperadas, organizaba en Nueva York el envío de pertrechos y voluntarios a los campos de batalla italianos. En sus cartas de entonces no se habla de otra cosa que de Italia y de su liberación.
Cuando Garibaldi murió, el 2 de junio de 1882, Meucci transformó su casa de Clifton en un santuario dedicado al "héroe de ambos mundos", e hizo fijar un gran letrero en el tercer piso que decía: "Casa de Garibaldi" y también, sobre la puerta de entrada, una lápida conmemorativa de la permanencia de Garibaldi en aquella casa. Meucci conservó siempre cuidadosamente la habitación que había sido de Garibaldi. Hasta allí escoltaba a los visitantes que venían a rendirle homenaje al héroe, y a ver las muchas reliquias del General que se conservaban allí, sobre todo la camisa roja que había usado durante la defensa de Roma en 1849. En su modestia, Meucci prefería ser recordado como "el amigo de Garibaldi" más que como "el inventor del teléfono".
Antonio Meucci murió a los 81 años de edad, el 18 de octubre de 1889, antes de que se concluyese el proceso incoado por el gobierno de los Estados Unidos contra Alexander Graham Bell, proceso en el cual había puesto el inventor todas sus esperanzas. Hoy, su casa ha sido rebautizada "Museo Garibaldi-Meucci" y se encuentra en Tompkins Avenue, Rosebank, en Staten Island estado de Nueva York, no lejos de su primitiva ubicación. Este museo mantenido por los Hijos de Italia en América, conserva las reliquias de los dos grandes italianos, nuevamente juntos en la que fue su común morada desde 1850 hasta 1854.
El 16 de septiembre de 1923 fue inaugurado, en el recinto del museo, un monumento a Antonio Meucci, esculpido en Italia por el escultor Ettore Ferrari, realizado en mármol y bronce. El mármol fue donado por la municipalidad de Roma, mientras que el bronce, procedente de los cañones austríacos capturados por el ejército italiano en Vittorio Veneto, lo donó el Ministerio de la Guerra. Las cenizas de Meucci fueron colocadas en una urna, bajo su busto, a manera de alto reconocimiento a su contribución a la lucha por la Independencia de Italia.
Los propios Estados Unidos también le tributaron honor y respeto cuando, en abril de 1980, el "Garibaldi-Meucci Museum" fue declarado monumento nacional de los Estados Unidos y del estado de Nueva York. Hoy, la bandera de Italia ondea allí, junto a la de los Estados Unidos, montando guardia permanente ante las memorias y reliquias de aquellos dos grande italianos.